ANCESTRO
Ayer mi alma se completó por un instante. Desde la partida hacia el pueblo, un estado ansiedad nevado de nerviosismo se apoderó de mis sentidos. Cada kilómetro recorrido me parecía eterno, cada recodo, cada pirca de piedra, cada caserío antiguo me miraban y parpadeaban cómplices a mi paso, todo parecía tan lógico, los campos de trigo verde alunarados de olivos, la tierra arcillosa, el abraso del sol sofocante; el rió Tormes. Todo concluyó en el río. Desde la carretera sentí el sabor familiar de los juncos, el fresco olor de la tierra limosa en sus costados salpicada de ranas y anguilas, su mansedumbre era perfecta, los árboles de su orilla inclinaban sus rostros añejos hacia él, y supe que no podía ser otro el lugar. Bajé una cuesta encorvada hacia la entrada del pueblo, todo mi cuerpo se minó de impulsos que invadían el momento, pero bajé sereno, con la mirada amplia y los sentidos abiertos. Un cartel pequeño tímidamente dejaba ver el nombre de "Florida de Liébana", fue como atravesar el tiempo, como si un telón invisible de años se levantase en ese instante, las casas de piedra moldeada en grandes bloques con puertas de madera eterna y paredes enanas salpicadas de adobe contemplaban inmóviles a mi paso, las tejas grises por los años y los líquenes verdosos sostenían a los lagartos que se mezclaban con los musgos para protegerse del sol.No había nadie en las calles, así que sin más me adentré en su angostura casi inconsciente de mi andar, todo estallaba, detrás de una cerca de alambre un hombre viejo arrancaba malezas de su huerta a mano desnuda e hincado entre los surcos, me dio la sensación de que había escapado a los años, me detuve a observarlo un instante y no fui capaz de llamarle porque estaba seguro de que era un ser ajeno al tiempo, que era una figura estampada a un costado del marco de la vida. Tardé solo unos minutos en llegar a las entrañas de la pequeña aldea, muchas de las casas estaban abandonadas, en ruinas, pero seguían emanando frescura a través de sus muros, las piedras calzadas con adobe parecían hablar a mi paso, bullían rojizas cantando historias, orgullosas de las enredaderas y matas pequeñas que cubrían la aspereza de sus rostros, me llamaban.En un instante me di cuenta de que no había advertido al anciano de cabellos blancos al final de la calle que me observaba apoyado en su azada de entre las cebollas de su huerta. Se me paralizó el alma por un instante, no emitía movimientos, me miraba directamente a los ojos sin el menor gesto. Con las manos sudadas me acerqué despacio hacia la verja que le separaba de la calle amarillenta hasta quedar justo frente a él. Sin inmutarse me preguntó:- ¿Qué buscas joven? Por un segundo no pude pronunciar palabra, hasta que por fin le contesté en un tono que no me pertenecía:-Estoy buscando la calle "Regatón" pues en ella vivió, en la casa nº 4, mi bisabuelo.Su mirada fue cambiando de tonalidad, paulatinamente se volvió amable, en un momento incierto, y me dijo:-Ah!! Bueno, las calles han cambiado, pero algunas, las más antiguas aún se conservan con sus nombres originales. Y luego de un momento agregó: - Sube la pendiente y la hallarás a tu izquierda. Le saludé y él me miró con una expresión protectora y amable, le agradecí y comencé a subir la empinada, era muy corta, y a sus costados las avispas revoloteaban, entraban y salían de los huecos oscuros de los techos, en esos momentos el corazón me comenzó a latir como una darbuca en el pecho hasta que en una pared más bien grisácea vi el cartel pequeño con el nombre de la calle, la sensación es difícil de explicar, de repente siento que se une una brecha oceánica en un instante, que estaba pisando el suelo que tantas veces habría pisado mi ancestro, subiendo la cuesta que él caminó todos los días de su vida hasta los 18 años cuando se embarcó a Argentina para ya nunca más volver, no existen palabras para poder describirlo, caminé unos pocos metros con los ojos desorbitados, sumido en una cascada de imágenes que creí estar recordando y no viendo por primera vez, y allí estaba, la casa nº 4 de la calle Regatón, me acerqué conteniendo las emociones para poder ver con lucidez, estiré mi mano y suavemente la deje reposar sobre la ancha puerta de madera oscura y desgarrada por los años, un grueso candado tejido de telarañas me detuvo. Estaba abandonada, al igual que la mayoría de las casas del pueblo. Me senté en su pequeño umbral, prendí un cigarro, y contemplé como lo habría hecho mi bisabuelo dos siglos antes, la bajada con el horizonte ondulado de verdes trigales, los techos opacos de las casas más bajas, y por un momento estuve en sus ojos, como poseyendo su cuerpo, sentí en mis narinas el aire pesado, las frescas paredes, el sol estival, el zumbar de los abejorros, el cloquear de las gallinas, apreté el suelo polvoriento entre mis dedos y en ese instante su tierra fue mía.
leuman