jueves, 17 de abril de 2008

Estación 179

El olor a la tierra mojada impregno el momento por completo, tan difícil de evadir que se ahondo en mis huesos hasta arrancar astillas de calcio y recuerdos perennes que viven solamente en los sentidos.
Era el mismo, el de siempre, aquel que aun tan lejos me hiciera henchir el pecho con los ojos cerrados y los brazos abiertos, con las palmas lamiendo la lluvia fría repletas de vida por ver en las gotas el rostro del cielo.
Caía como una caricia sobre la tierra vieja con un cantar lastimoso y compadeciente le besaba una a una las arrugas ondulante de su frente limosa, y a lo lejos las cumbres cenicientas preferían perderse de vista detrás de la niebla espesa y hundirse de repente y por siempre en los senos del tiempo; ¡Que nadie las mire! No quieren las luces ni piden caminos que monten su lomo, ya no les importa que admiren sus cumbres, prefieren la noche y lloran a oscuras vertiendo su llanto en el río Jarama para que a escondidas se lo lleve lejos.
Así estaba el mundo. El orden humano perfecto, el bus se detiene junto a la garita a la hora exacta, abre sus puertas, devora y vomita, la tierra se queda en silencio y espera con la piel arada y sin una plegaria que sane su lepra, espera en vano, a nadie le importa ya nadie le reza.

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